EL
BOTONES
Ya de lejos, antes
siquiera de que nos presentasen, Lucía Quiroga, la nueva directora, empezó a
caerme mal. Llegaba con aires de reina,
rodeada de una cohorte de admiradores que la adulaban buscando una mirada, una sonrisa,
un gesto que indicase que había reparado en él pelota de turno. Era vergonzoso ver a todos los empleados de
la oficina compitiendo a brazo partido para proclamar su buen hacer, su capacidad y experiencia…
Yo, con mi
uniforme impecable, los botones de la chaquetilla más relucientes que nunca y
el gorro en la mano, permanecía
respetuosamente en mi puesto, observando, tomando nota mental de los lame
culos:
A la cabeza, Juan,
el contable, seguro que acababa deslomado de tanta reverencia. A Cosme,
guaperas oficial de la empresa, se le
iban a constipar los ojos y a caer las pestañas de tanto abanicarlas para
lucirse. Hasta a Petrita, la oronda y
canosa secretaria, seguramente se le oxidarían
los pendientes y los empastes de tanta sonrisa como lucía. Y lo de
Nemesio, el temible jefe de recursos humanos, ya era de vergüenza su servilismo
y baboseo.
Pasaron ante mí en
tropel, sin dedicarme ni un “buenos días.”
De acuerdo, me dije, Ángelito, la hora del café no está lejos y hoy me
parece que a más de uno se le va a amargar la mañana: un empujoncito aquí, un
descuido allá…
FIN