Pilar


EL BOTONES


Ya de lejos, antes siquiera de que nos presentasen, Lucía Quiroga, la nueva directora, empezó a caerme mal.  Llegaba con aires de reina, rodeada de una cohorte de admiradores que la adulaban buscando una mirada, una sonrisa, un gesto que indicase que había reparado en él pelota de turno.  Era vergonzoso ver a todos los empleados de la oficina compitiendo a brazo partido para proclamar  su buen hacer, su capacidad y experiencia…
Yo, con mi uniforme impecable, los botones de la chaquetilla más relucientes que nunca y el gorro en la mano,  permanecía respetuosamente en mi puesto, observando, tomando nota mental de los lame culos:
A la cabeza, Juan, el contable, seguro que acababa deslomado de tanta reverencia. A Cosme, guaperas oficial de la empresa,  se le iban a constipar los ojos y a caer las pestañas de tanto abanicarlas para lucirse.  Hasta a Petrita, la oronda y canosa secretaria, seguramente se le oxidarían  los pendientes y los empastes de tanta sonrisa como lucía. Y lo de Nemesio, el temible jefe de recursos humanos, ya era de vergüenza su servilismo y baboseo.
Pasaron ante mí en tropel, sin dedicarme ni un “buenos días.”  De acuerdo, me dije, Ángelito, la hora del café no está lejos y hoy me parece que a más de uno se le va a amargar la mañana: un empujoncito aquí, un descuido allá…  

                                                                       FIN

Pilar




A VISTA DE PÁJARO

Aparecen de noche por la esquina de la calle intentando controlar a sus perros, que casi los arrastran a fuerza de tirar de las correas. Me gusta observarlos desde la ventana, no por curiosear, sino por ver los alegres jugueteos de los animales brincando y olisqueándose.  Los dueños hablan, seguramente comentando las incidencias del día, se ríen y caminan del brazo arriba y abajo en la plaza, sin perder de vista a sus mascotas. Me gusta observarlos porque cierta noche, desde mi ventana, asistí a su primer encuentro. Un encuentro bastante accidentado, por cierto: sus respectivos perros, entonces cachorros, se enredaron con las correas a las piernas de la mujer, que cayó al suelo; el golpe fue bastante fuerte, tanto que quedó tendida, inmóvil. El hombre le daba golpecitos en las mejillas para reanimarla, miraba a todas partes buscando ayuda; no fue necesario, ella se repuso y él la ayudó a sentarse en el encintado hasta que, al parecer, se le pasaron el mareo y el susto; después, solícito, la acompañó. Posteriormente y al charlar con la panadera me enteré de que ella era soltera, solterona, en realidad, que vivía sola con su perro, un gato y dos periquitos. Él, viudo, un jubilado de buen ver y mejor pasar. 
He seguido noche a noche el desarrollo de su amistad, como en la película esa del Show de Truman pero a diferencia del final de Truman que logra liberarse, la soltera y el viudo han ligado. Los perros también y vuelven a tener cachorros.
                                                                       FIN