Pilar
 Foto:Iñaki Ferreras




GATITO


A Gatito le recogió una joven novicia. El minino era un puñado de huesos y pelo abandonado en el zaguán del convento y ella se apiadó de él.
No le estaba permitido tenerle en su celda, pero buscó una caja, le abrigó con una bufanda vieja y le acomodó en un rincón confortable del sótano.  A fuerza de sopas de leche le sacó adelante, el pelo rubio se le puso lustroso y creció hasta convertirse en un hermoso animal,  hermoso y fiel para con su benefactora; mientras ella trabajaba en el jardín, Gatito, zalamero, ronroneaba frotándose contra sus piernas hasta que la monja le acariciaba las orejas, después, alegre, paseaba arriba y abajo por entre las plantas purgándose, olisqueando las aromáticas, haciéndose las uñas en el tronco de algún árbol…
Algunas noches su naturaleza fisgona y aventurera le llevaba a escabullirse y escapar a la calle; rondaba por los alrededores del convento rebuscando manjares en las basuras que sacaban de los bares y restaurantes cercanos y jugaba con otros gatos del barrio a perseguirse. Pero siempre volvía junto a su dueña y cuando no conseguía salir se consolaba asomándose a la pequeña ventana que se abre en la fachada principal del edificio.
Por la barriada se fue corriendo la voz y Gatito se ha convertido en una atracción más del vetusto convento. Parece saber que llama la atención y se hace notar, a veces, con maullidos lastimeros, que congregan a los paseantes intentando consolarle; otras se queda muy quieto, como una estatua dejando que le contemplen y no atiende a chistidos ni bisbiseos; todo ello ha derivado en una fuente de ingresos para la modesta economía de las monjitas que junto con los rosarios y rogativas, las estampas de santas y beatos venden las fotos del retablo de la capilla y las de la atracción estrella: el gato curioso.


                                                                       FIN
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Pilar



LA CASUALIDAD LLEVA EL NÚMERO 5


El destino juega con nosotros, a veces a favor y otras la fatalidad interviene para cambiar nuestro sino; así le sucedió a Amelia, mi hija. No acostumbraba a viajar en el autobús de la línea 5, pero aquella noche fatídica por alguna razón lo hizo; nunca sabremos lo que la llevó a cambiar la rutina: salir de la academia de inglés a las nueve, tomar con los compañeros un pincho, bajar al metro para llegar a casa a la hora de cenar…  El caso es que lo hizo y aquél malnacido se cruzó en su camino. Ella fue la primera víctima del que se ganó el aborrecible alias de “depredador de la línea 5.” 
Valentín Urraca nunca raptaba a las chicas en la misma parada, pero sí en algún punto del itinerario del bus y cuando la elegida se apeaba él la seguía, la amenazaba con un cuchillo obligándola a meterse en un portal o cualquier rincón discreto. Lo contó sin un ápice de remordimiento durante el juicio y no escatimó detalles escabrosos al referir la violación y el posterior navajazo mortal.
Detenerle fue pura casualidad, otra vez el destino; su quinta elegida era una profesora de artes marciales, experta en defensa y lucha cuerpo a cuerpo y el sometido resultó ser él; en el colmo del descaro pretendió denunciarla por agresión, pero las pruebas contra Urraca eran demoledoras: el arma, el ADN, objetos de las víctimas… La condena pretendía ser ejemplarizante: treinta años.
Pero la justicia no es la ley, y una nueva jugarreta del destino le ha puesto en la calle tras cumplir ocho años de prisión. Para los familiares de las asesinadas ha sido una puñalada directa al corazón que nos ha arrebatado el pírrico consuelo que suponía saberle apartado de la sociedad, que mujeres como mi hija estaban a salvo de un desalmado depredador.
Y el azar ha querido que me haya topado con él; yo iba distraído mirando el reloj de la iglesia cercana que ha tocado cinco campanadas, cinco campaneos como aldabonazos. El asesino violador ha salido de un bar; nos hemos quedado frente a frente tan cerca que he podido oler su aliento a anís, el humo del cigarrillo que lleva en la mano, el tufo a fritanga que se desprende de su ropa… Han sido unos segundos eternos, tensos.  No sé lo qué ha visto en mi cara Urraca, puede que sorpresa, temor, angustia… seguro que odio y rabia, una furia amarga que me retuerce las entrañas, que me corta la respiración... Aprieto los dientes y las manos, como si tuvieran vida propia, se crispan acercándose al cuello del asesino. Valentín empieza a retroceder y, de repente, echa a correr; vuelve la cabeza, riéndose, y me hace un corte de mangas mientras cruza la calle. Por la esquina aparece el autobús, el 5. El atropello es brutal.
El reloj de la iglesia marca las cinco y cinco. Definitivamente el destino juega con nosotros, en esta ocasión a favor.

                                                                 FIN
Pilar



BAJO PALABRA

¡Treinta años! ¿Dónde está el brillo de mis ojos? ¿Y mi pelo? Ese ha ido quedándose atrapado en el peine. Tampoco ella es lo que era: mi alumna, la sonrisa siempre en la boca perfecta; ahora, el tiempo, tirano labrador,  nos ha roturado dejando su huella.
¡Qué insensatos fuimos al pensar que sus padres comprenderían nuestro amor! Yo, sin tener dónde caerme muerto, sólo le podía ofrecer mis ansias de triunfar con los pinceles. Ella, llamada a brillar en sociedad. Después, la impuesta separación: ella a un internado de Suiza, y yo…
Nos prometimos, entre lágrimas, que algún día estaríamos juntos para siempre.
La esquela de su marido, en el periódico, y mi impulsó al escribir una nota de condolencia, pueden hacer realidad aquella sincera y lejana promesa.
¿Porqué no? Ahora soy un pintor afamado, soltero, y albergo el mismo amor que entonces empeñé bajo palabra.
Ahí llega mi alumna, mi amor, con su sonrisa de entonces. Mis ojos hoy también brillan, ¡seguro!

FIN
Pilar
                                                                   INMARCESIBLE

Siento que ya no le amo. Lo siento aunque me resista a admitirlo. Ya no me divierten sus chanzas ni esos gestos tan cómicos que le gusta hacer y que me parecen fuera de lugar, ridículos con su edad. Tampoco me interesan sus comentarios mil veces escuchados, suenan a retahíla, a discurso manido. Ni siquiera nuestra palabra talismán me conmueve: “inmarcesible” lo que no puede marchitarse; la descubrimos en un poema, de esos románticos que leíamos de novios y la hicimos nuestra, la adoptamos y la aplicamos a nuestro amor, ese amor que ahora está de lo más mustio; casi cincuenta años juntos han cumplido la fecha de caducidad. No recuerdo desde cuando no nos besamos; sus labios que me embriagaban… ¡lástima! 
¿Y tocarme? ¿Qué ha sido de aquellas mágicas manos que me electrizaban sólo con rozarme?  Parece que las entrañas se me repliegan sólo de pensarlo.
Es triste, muy doloroso ser consciente de que ya apenas queda nada más que costumbre, intereses económicos, acomodaticios. Me reprocho ser tan cínica y me preguntó por qué entonces sigo junto a él, si esas ataduras se pueden quebrantar; lo sopeso y llego a la conclusión de que, aunque ciertamente no le amo, sí le quiero y hay algo perdurable entre nosotros: el significado de nuestra palabra fetiche inmarcesible, porque los recuerdos, los buenos momentos siguen frescos, inmarchitables.

                                                                                   FIN

Pilar

MI NIÑO MOZO

Hace más de veinte años que los amigos del barrio ya no juegan a los indios, ni a los barcos en la fuente de la plaza vieja. Ninguno duerme ya con un muñeco ni moja el pijama. Pero para Luisón el tiempo no cuenta; él, cuando se acuesta, sigue aferrándose a Taylor, su maltrecho gatito de trapo, tuerto, remendado una y otra vez.
Luisón continúa arrastrándose por la acera dando tobitas a las chapas y jugando al gua en el parque, como cuando era Luisito. Corretea en círculos con los brazos extendidos, haciendo pedorretas babosas, ruidos como si fuera un avión.
Y si ve llegar, terminada la faena diaria, a los amigos del barrio, los llama a voces para que le acompañen, los azuza nervioso. Y llora porque dice que no le ajuntan. Llora lágrimas gordas que le resbalan por las mejillas mal afeitadas; se limpia los mocos con la manga y corre a esconderse en casa, a chivarse a su madre.
La madre le lava la cara, le consuela y ruega a Dios para que se lleve a su niño mozo cinco minutos antes que a ella.

                                                                       FIN

Pilar




PON UN CAMBIO EN TU VIDA


El video era de lo más seductor; aquellos preciosos cachorros correteando, jugando a perseguirse, a revolcarse entre las hojas de periódico de su jaula… Mi vida estaba bastante necesitada de afectos, de algo o alguien a quien entregar mi cariño, a quien ofrecer cuidados y atenciones. Soy traductora, trabajo para una editorial, habitualmente en casa, lo que significa que no tengo horario, o mejor dicho, tengo todas las horas para dedicarme a mi ocupación en bata y zapatillas, nefasta costumbre para fomentar la desidia y reñida con las relaciones sociales.
Decidí que podía adoptar uno de los gatitos y me apresuré a ir a la dirección que indicaba. Era un chalet adosado en una moderna urbanización; me recibió Julio, un hombre de aspecto agradable, escoltado en todo momento por un perro enorme y con pinta de bonachón. Enseguida me condujo al garaje de la vivienda y allí estaban los cuatro mininos huérfanos. Dormían amontonados pero se despabilaron rápido en cuanto los llamamos, aunque no se dejaban tocar. Parecían muy temerosos. Yo tendí la mano y uno de ellos se acercó cauteloso; era el más esmirriado, algo pelujoso y el que menos me gustaba, pero me miró de una manera… como suplicando que lo eligiera.
No terminaba de decidirme; me habría quedado con todos, pero mi minúsculo apartamento daba para poco.
Ayudé a Julio a darle a los mininos el biberón, y luego me invitó a un café; dijo que no había porqué precipitarse, que lo pensará tranquilamente y que podía volver cuando quisiera. Charlamos toda la tarde y fuimos contándonos detalles de nuestra vida; Descubrimos que teníamos bastantes cosas en común: Julio es publicista, habitualmente trabaja en casa y le encantan los animales. Son mi familia, dijo, ellos me hacen compañía; soy tímido, poco sociable…
He vuelto, una vez y otra, y otra... Los cachorros continúan creciendo, están monísimos. Y sigo sin decidirme a elegir uno; parece que han cambiado las tornas y la adoptada he sido yo y, la verdad, es que estamos todos encantados.

                                                                       FIN