EL
ENCUENTRO
Se conocieron debajo de la
escalera; la culpa fue de un trocito de queso, se le había caído de la merienda
a la niña de la casa.
Ratita vivía en el sótano y, en
cuanto olía a comida, subía para ver si encontraba algo. Aquella tarde, Ratón
apareció para disputarle el queso. Se detuvieron sorprendidos por la inesperada
presencia del otro, retándose, alerta para saltar sobre el bocado y salir
escapados. De repente Ratón cerró los ojillos colorados y se quedó como
derrengado, con las patas abiertas y la barriga pegada al suelo. Es un truco,
sospechó Ratita, y le observó sin arrimarse;
nunca antes le había visto por allí, ni siquiera por el patio. Era
guapo, con unas orejas grandes, la cola fina y un hociquillo con largos
bigotes. Demasiado flaco, debe estar muerto de hambre, pensó luego y le acercó
el queso.
Ratón no se movió; olisqueó y
como si el delicioso aroma le despabilase lo devoró en dos mordiscos. Se sentía
avergonzado por mostrarse tan ansioso ante aquella preciosa y generosa ratita,
pero estaba desfallecido, no tenía donde vivir…
Ratita le invitó a bajar al
sótano; hasta que te recuperes, le dijo, se está calentito, y hay cajas,
libros, baúles, telas… montones de sitios estupendos donde poder acomodarte. No
han vuelto a separarse: Ratón ha recuperado el lustre del pelo; corre
rapidísimo para buscar comida porque Ratita ahora se mueve menos, la abultada
panza le pesa mucho y está deseando parir para ver a sus crías.
Ya tengo pensados los nombres,
le cuenta a Ratón. Como el queso nos ha unido los pequeños se llamarán:
Pecorino, Niolo, Sardo, Idiazabal, Cabrales;
y las ratitas Fontina, Cantal, Feta, Oveja, Bola, Tetilla. Porque… No querrás que se llamen Presumida o
Pérez, Miqui o Mini. Pues eso.
FIN