UN DÍA CUALQUIERA
Pilar consultó el reloj. Le sobraba
tiempo hasta las siete.
Se adentró en el parque; en los árboles
algunas hojas empezaban a amarillear. El veranillo de San Miguel, rindiendo
honor a su nombre, vestía la tarde de otoño de sol y calor.
Estaba contenta por tener la oportunidad
de ir a esa exposición; sobre todo, sin necesidad de esperar las interminables
colas que se formaban a diario en el museo. Por eso, cuando su amiga Natalia le
invitó, aceptó de inmediato.
“Ya sabes que soy de Los amigos del Prado; tengo hora reservada para el lunes y puedo llevar
un invitado. Si quieres ir llámame para quedar,” rezaba el mensaje del
contestador.
Se sentó en uno de los quioscos del
Retiro y pidió una horchata.
Era agradable tener un rato para ella sola,
aunque no fuese mucho; a las nueve tenía que recoger a las niñas en casa de
unas amiguitas del colegio.
Se entretuvo mirando a los niños jugar.
Las ardillas correteaban por las ramas de los árboles, se acercaban a los críos,
descaradas y ya habituadas a convivir con humanos.
Una panda de jóvenes desperdigados por el
césped reían despreocupados. Algunos abuelillos se calentaban con los últimos
rayos de sol. Los enamorados paseaban enlazados por la cintura, o se besaban
bajo algún vetusto árbol del maravilloso parque.
Al ver a las parejas, su pensamiento voló
hasta su hermano.
Tengo que llamar a Roberto. Desde que
rompió con Itziar, y de eso hace ya seis meses, está rarísimo. ¡Ya les vale,
después de tres años! Con su edad podía tener ya dos hijos, por lo menos. Apenas
llama y lo de venir por casa... ¡impensable! Siempre tiene mucho que hacer.
Estoy segura de que se trae algo entre manos. Tiene algún rollo, le conozco
como si le hubiera parido. ¡Claro!, como sabe que le sonsaco, prefiere no
aparecer. La última vez que vino a cenar se le escapó algo de una tal Chus...
no se qué de un pub... Movió la cabeza pesarosa y preocupada. Me tiene “mosca”.
Esta semana, sin falta le llamo, determinó.
Se quedó mirando a un chico, bastante
joven, que se dirigía directamente hacia donde ella estaba sentada.
Que guapo, pensó sin quitarle ojo.
En verdad lo era: muy alto, moreno, con
los ojos azules y brillantes, ribeteados por unas pestañas largas y espesas. Al
llegar a su altura sonrió a alguien que, a espaldas de Pilar, debía estar
esperándole.
Al pasar a su lado le miró de reojo.
¡Vaya culo bonito!, valoró apreciativa, tiene un tipazo.
La sobrepasó y le oyó decir:
“¡Hola cariño!, me han entretenido en el
trabajo. ¿Hace mucho que esperas”? También la voz era bonita.
Un pequeño seto separaba su mesa de la
que ocupaban el chico y su pareja. Los escuchó hablar bajito. Aunque le costó
entenderlos, sus palabras dejaban patente lo enamorados que estaban:
—Cada día estoy más loco por ti.
—Un poco loco sí que estás. ¿De verdad,
no te arrepientes?
—Más adelante no lo sé. Hoy por hoy es la
decisión más importante que he tomado en mi vida. No te voy a engañar, seguro
que la más difícil y meditada.
—Trabajo te ha costado. Llevo esperando
cinco meses a que te decidas.
—¡No exageres! Ese es el tiempo que hace
que nos conocemos.
—Por eso mismo. Yo me enamoré de ti desde
el primer día —contestó el joven guapo riéndose— Pero tú estabas en las nubes.
—Al principio, ni se me pasó por la
cabeza. Ahora...
Guardaron silencio.
Seguramente se están besando, calculó
Pilar, y también sonrió recordando su noviazgo. Casi todos nos decimos cosas
parecidas, pero no por eso deja de ser bonito. Los ojos se le achicaron,
soñadora. Se veía a sí misma y a Daniel, el que ahora era su marido, en una
situación similar.
—Señora, ¿desea algo más? — preguntó el
camarero haciéndole volver a la realidad.
—No gracias. ¿Me dice que le debo? — pagó
y miró la hora— ¡Caray!, después de todo, se me está haciendo tarde.
Se dispuso a marchar, pero no resistía la
tentación de echar una ojeada a la pareja de detrás del seto.
Estrechamente enlazados se besaban. El
beso, profundo y apasionado, les aislaba ignorando todo aquello que no fuese
su abrazo y su amor.
El joven guapo abrió los ojos. Se sonrió
con una boca preciosa al ver cómo les miraba la mujer plantada frente a ellos.
Pilar estaba atónita. Su pálida cara reflejaba
un asombro sin límites: los ojos de par en par, la boca abierta a punto de
soltar un grito: ¡Roberto!
Roberto, sorprendido por el chillido de
su hermana, la miró mudo y tan pálido como ella.
Fue el chico quién se hizo cargo de la
violenta situación. Se levantó desenvuelto, sonriente; ofreciendo a Pilar la
mano extendida, se presentó:
-Soy Jesús Yestera. Por favor llámame
Chus. ¿Y tú eres...? Pero, siéntate, no tienes buena cara.