La calle aún duerme. El camión, despacio, asoma por
una esquina, como un ladrón, el ladrón que viene a robarle ilusiones y fotogramas
a la historia del barrio.
Con jadeos de viejo asmático aparca frente al local.
Los operarios empuñan sus despiadadas herramientas. Al primer mazazo Fermín
siente una punzada dolorosa, incapaz de asistir impasible al derribo del cine.
Su cine.
Se viste el deslucido uniforme, baja a la calle y se
cuela en la sala por la puerta trasera.
Rememora emocionado la inauguración, en 1954: “Proyectaron
Peter Pan y Jeromín; allí estábamos la chiquillería del vecindario para
conseguir una entrada en la sesión de las cuatro. Íbamos repeinados, con ropa
de domingo. En los bolsillos dos reales de pipas; en la mano la merienda liada
en papel de estraza.
El cine me cautivó. Empecé vendiendo en los
descansos: ¡Bombón helado, caramelos, chicle americano! Después ascendí a
acomodador. He llorado, reído, sufrido y alegrado con cada película y, sin
sentir, me sorprendieron las canas.”
El martilleo le trae a la realidad, le arranca
lágrimas. Los cascotes caen sin compasión; la pantalla se resquebraja, se
blanquean las butacas de terciopelo verde… el uniforme que Fermín viste por
última vez.
THE END
Un microrrelato precioso.Lleno de ternura en el que encuentro muchas referencias. Enhorabuena y un abrazo.
Javier