Pilar
DESHOJANDO LA MARGARITA
Miré las fotografías y los reconocí. Cerré el sobre y lo dejé sobre la mesa, junto a la taza con el café. Bebí un sorbo y apenas noté que me abrasa ni lo amargo que estaba. Prolongué la tregua encendiendo un cigarrillo -Salían de…-El detective se acomodó dispuso a leer el informe. Le acallé con un gesto; extendí un cheque con sus honorarios y le despedí sin pronunciar palabra. ¿Cuánto tiempo estuve en la cafetería? No lo sé. Tampoco las vueltas que di con el coche por la ciudad, sin saber adonde iba, sin decidir cómo afrontar lo que llevaba tiempo sospechando. Y de repente, unas cartulinas en blanco y negro... ¿Y ahora, qué? Preguntaba negándome la respuesta. Yo no soy violento, ni irascible, ni grosero, aunque racionalmente querría insultar, descontrolarme, matar. No, eso no. No podría hacer daño a quien amo desesperadamente. La herida estaba abierta, sangrando los jirones de mi corazón sin saber cómo remendarlos. Otra cicatriz más, contabilicé. La más profunda aún dolía algunas veces, con cada recuerdo de mi vida pasada, cuando era un hombre casado, cuando ocultaba mi inclinación, cuando me enamoré como un colegial de Quique; el Quique becario que se desvivía por aprender y cumplir mis órdenes. El Quique que se reveló sagaz y supo ver dentro de mí lo que yo me resistía a asumir pero que, irremediablemente, afloraba en su atractiva presencia. Ha sido arduo el proceso, la aceptación, vivir la vida sin que mis noches se desvelasen de zozobra, de arrepentimiento… Irracionalmente me reprocho haber contratado al investigador, por querer saber la verdad. Odio la cobardía de Enrique y su falta de sinceridad, su doblez, no ser capaz de afrontar el hecho de que ya no me quiere. Sí, sí me quiere. Por eso no da el paso definitivo, para no herirme, para no hundirme, a mi edad, en una sima de desesperación. Me quiere, pero no me ama. A esa conclusión he llegado casi al tiempo que, sin percatarme, me descubro aparcado frente a su portal. El dedo me tiembla mientras decido si pulsar el botón del portero automático de su piso. Sí, no. Sí, no, sí… No llego a hacerlo. A través de las cristaleras de la puerta veo abrirse el ascensor. Enrique sale primero; a su espalda, con las manos posesiva ciñéndole los hombros, aparece el tipo de la fotografía. Si se sorprenden al verme lo disimulan muy bien. -¿Recuerdas a Sergio?- me pregunta desenfadado. Por supuesto que le recuerdo. Es un directivo de la multinacional en la que ambos trabajan, y nunca me gustó cómo le miraba. -No te esperaba- añade ignorando mi mudez-, íbamos a tomar algo. ¿Nos acompañas? Palpo el sobre que guardo en el bolsillo de la chaqueta y tiró de él despacio. El vidrio del portal refleja mi imagen caduca, la de ellos dolorosamente lozana, y devuelvo a su sitio las fotografías acusadoras. Fuerzo una sonrisa y acepto la invitación. Yo también soy un cobarde. FIN