ESPERANDO LA PRIMAVERA
Sólo hago planes desde que suena
el despertador, a las siete y media, hasta la puesta del sol. Después, mi vida
está tan vacía que no soporto su peso. Es una incongruencia, vacío, peso… Lo
sé, sé lo que digo.
Bueno, también lo de los planes
es un disparate, pero es que me resisto a dejarme ganar por la desidia, el
desaliento, por eso sigo poniendo el despertador como cuando me levantaba para
ir a trabajar, como cuando había un sitio adónde ir a trabajar. Deambulo por el
pueblo, entro en hoteles y pensiones, paso por bares, cafeterías y restaurantes
preguntando si hay un puesto para mí, de cualquier cosa, añado, soy muy mañoso.
En la mayoría ya me conocen; la temporada está acabada, hasta Semana Santa poco
movimiento habrá, me dicen, incluso me invitan a un café, como disculpándose
por no poder emplearme.
Termino la ronda hostelera y empiezo por el gremio del
ladrillo: inmobiliarias, estudios de reformas, edificios en construcción, la
mayoría con las grúas, esos gigantescos esqueletos oxidados, en espera de
tiempos mejores. Así paso las horas y a media tarde me acerco al mar.
La playa, tan silenciosa, da
miedo. Tan solitaria. En la orilla, a las huellas de mis pies desnudos solo las
acompaña las señales que algunas gaviotas trasnochadas han marcado en la arena.
El agua se acerca mansa y a su paso se desvanece la presencia de los pájaros, y
la mía. Si fuese igual de sencillo borrar los errores, los fracasos, las
despedidas…
Las desoladas hamacas arrumbadas se
me antojan fósiles varados; me siento, saco mi cuaderno y me dejo llevar
mientras dibujo la puesta de sol. Y espero.
FIN