Pilar


DOS CARAS


Seis minutos fueron suficientes para hacerse inseparables. Tras la sorpresa inicial de Irene al destapar la caja, vinieron los gritos de júbilo; había deseado tanto tener un gatito… 
El minino, un ovillo blanco, permanecía encogido en un rincón, asustado por el palmoteo y las voces nerviosas de la pequeña. No se atrevía a tocarle todavía, temerosa de hacerle daño o que se le pudiese escapar.
Gracias, papi. Gracias, gracias, repetía Irene, abrazada a mis piernas. Se le salaban las lágrimas de feliz y emocionaba que estaba.  Yo no podía hablar y también lloraba: la alergia me estaba matando.


                                                           FIN
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