MI NIÑO MOZO
Hace más de
veinte años que los amigos del barrio ya no juegan a los indios, ni a los
barcos en la fuente de la plaza vieja. Ninguno duerme ya con un muñeco ni moja
el pijama. Pero para Luisón el tiempo no cuenta; él, cuando se acuesta, sigue
aferrándose a Taylor, su maltrecho gatito de trapo, tuerto, remendado una y
otra vez.
Luisón continúa arrastrándose
por la acera dando tobitas a las chapas y jugando al gua en el parque, como
cuando era Luisito. Corretea en círculos con los brazos extendidos, haciendo
pedorretas babosas, ruidos como si fuera un avión.
Y si ve llegar, terminada
la faena diaria, a los amigos del barrio, los llama a voces para que le
acompañen, los azuza nervioso. Y llora porque dice que no le ajuntan. Llora
lágrimas gordas que le resbalan por las mejillas mal afeitadas; se limpia los
mocos con la manga y corre a esconderse en casa, a chivarse a su madre.
La madre le lava
la cara, le consuela y ruega a Dios para que se lleve a su niño mozo cinco
minutos antes que a ella.
FIN