ENTRE POEMAS Y ROSAS
Una vereda
empedrada acuchilla el jardín hasta la rotonda de la rosaleda, el lugar
favorito de Julia. Le gusta sentarse en el banco que hay junto a la estatua de
Anaïs, la escultura de una hermosa mujer con un libro en la mano; Julia también
acostumbra a llevar uno de poemas y lo lee en voz alta, para compartirlo con su
pétrea acompañante. También le cuenta sus cosas; los paseantes la miran de
reojo, sorprendidos al escucharla hablar sola y mueven la cabeza con pesar. A
Julia no le importa que piensen que chochea, que está loca… También ella se
extraña al verlos enfrascados con los teléfonos móviles, se sorprende y no
puede comprenderlo: “con lo hermoso que es hablar cara a cara” le dice a Anaïs,
añorando tener a alguien con quien compartir mesa y mantel, una sobremesa
dilatada hasta la hora de la merienda. La penosa realidad es que la merienda la
comparte con gorriones y palomas que rondan a su alrededor aguardando las migas
que Julia les regala.
Y el tiempo
corre ignorante de los años que se le escapan a Julia; atrás quedan los días de
impartir sus clases de literatura ¡cómo le gustaba su profesión! No siempre los
resultados eran satisfactorios, aunque cuando lograba despertar el interés de
algunos alumnos, emocionarlos al escuchar un poema o disfrutar con una lectura,
se sentía compensada. De sus aulas han salido buenos profesionales:
periodistas, maestros, escritores… Se enorgullece cuando ve a alguno en
televisión, o lee sus artículos, si presentan
una novela, un poemario…
“Porque,
¿sabes Anaïs? son muchos los he iniciado yo inculcándoles el amor por las
letras. Recuerdo a…”
Y así Julia va
desgranado remembranzas y anécdotas que relata a su interlocutora pedregosa y a
los pajarillos glotones que picotean a sus pies.
Últimamente, cuando
Julia llega a su lugar favorito encuentra en el asiento una flor; se ha fijado
que Juan, el jardinero, ronda trasteando por la rosaleda. Y ella ha cambiado el libro de poemas por uno
de jardinería.
FIN