
¡SORPRESA!
Un ciego antiguo amigo de mi
mujer, iba a venir a pasar la noche en casa. Su mujer había muerto.
Había muerto ocho años atrás. ¿Ahora
a qué esta visita sorpresiva? Desde que a Mercedes, mi mujer, la trasladaron a
Soria en calidad de interventora de la oficina que se inauguraba, habían
mantenido un contacto esporádico. Adolfo, Rosalía y Merche entraron a la vez al
banco y los tres aspiraban al ascenso; eso enturbió la relación entre ellos, aunque,
la verdad, es que con Rosalía ya iba algo torcida; estaba enamorada de Adolfo y
él solo tenía ojos para Mercedes, por entonces todavía tenía ojos. Nosotros ya
éramos novios y a mí, por supuesto, me odiaba; no aceptaba el rechazo de Merche,
que jamás le había tomado por otra cosa que un amigo y compañero.
No le traté demasiado, enseguida
nos casamos y nos trasladamos a Soria, pero nunca me gustó, tenía muchas
aristas el tipo, lo mismo criticaba, acusaba o ponía la zancadilla a algún
compañero que corría a la iglesia a darse golpes de pecho. Un hombre poco
claro.
A Rosalía, pobre chica, la
camelaba un día y al siguiente la ignoraba. Para ella perder de vista a mi
mujer fue un regalo: el campo libre, Adolfo para ella sola. O eso creía.
Entonces sobrevino el accidente,
un choque frontal y Adolfo salió con la cabeza por el cristal. Le visitamos en
el hospital; Rosalía no se movía de su lado, no le importaba la ceguera, las
cicatrices, la depresión posterior… La decepción fue tremenda; Adolfo se
enamoró de una joven que conoció en la ONCE y poco después se casaron. Rosalía
no lo soportó: Se tomó un bote de pastillas. Dejó una carta en la que
reprochaba al ciego su egoísmo, después de lo que ella le quiso y le apoyó en
su desgracia. Él lamentó la decisión, perdió la vista aunque no su costumbre
bipolar: unas veces la culpaba a ella y otras se fustigaba él.
Y ahora al ciego viudo se le
ocurría venir a visitarnos, a cenar y dormir con nosotros. Mercedes se debatía
entre la sorpresa y la curiosidad; ella estaba nerviosa y yo cabreado.
—Me parece mucha geta auto
invitarse; siempre me tuvo entre ojos, una ojeriza furiosa.
—¿Entre ojos, ojeriza? Cariño,
no seas cruel ni rencoroso— me regañaba mi mujer tratando de calmarme— son
cosas del pasado, ya están superadas. Seguro que ha cambiado. Cuando la vida te
da tantos palos, baja los humos y él es un pobre infeliz que no ha tenido
suerte.
Lo dejé estar por no discutir.
Adolfo siempre fue maniáticamente
puntual y, haciendo honor a su costumbre, el timbre sonó al unísono de las ocho
campanadas del reloj de pared.
Abrimos la puerta y nos quedamos
mudos, parados frente a Adolfo, sorprendente figura de negro de pies a cabeza.
-Ave María Purísima; querida Mercedes.
FIN