Pilar
 Foto:Iñaki Ferreras




GATITO


A Gatito le recogió una joven novicia. El minino era un puñado de huesos y pelo abandonado en el zaguán del convento y ella se apiadó de él.
No le estaba permitido tenerle en su celda, pero buscó una caja, le abrigó con una bufanda vieja y le acomodó en un rincón confortable del sótano.  A fuerza de sopas de leche le sacó adelante, el pelo rubio se le puso lustroso y creció hasta convertirse en un hermoso animal,  hermoso y fiel para con su benefactora; mientras ella trabajaba en el jardín, Gatito, zalamero, ronroneaba frotándose contra sus piernas hasta que la monja le acariciaba las orejas, después, alegre, paseaba arriba y abajo por entre las plantas purgándose, olisqueando las aromáticas, haciéndose las uñas en el tronco de algún árbol…
Algunas noches su naturaleza fisgona y aventurera le llevaba a escabullirse y escapar a la calle; rondaba por los alrededores del convento rebuscando manjares en las basuras que sacaban de los bares y restaurantes cercanos y jugaba con otros gatos del barrio a perseguirse. Pero siempre volvía junto a su dueña y cuando no conseguía salir se consolaba asomándose a la pequeña ventana que se abre en la fachada principal del edificio.
Por la barriada se fue corriendo la voz y Gatito se ha convertido en una atracción más del vetusto convento. Parece saber que llama la atención y se hace notar, a veces, con maullidos lastimeros, que congregan a los paseantes intentando consolarle; otras se queda muy quieto, como una estatua dejando que le contemplen y no atiende a chistidos ni bisbiseos; todo ello ha derivado en una fuente de ingresos para la modesta economía de las monjitas que junto con los rosarios y rogativas, las estampas de santas y beatos venden las fotos del retablo de la capilla y las de la atracción estrella: el gato curioso.


                                                                       FIN
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