Pilar

BORRASCA




Fue uno de esos días malos. El dolor de cabeza me estaba matando. Imposible concentrarme en el texto, escribía tres párrafos y borraba dos; el perfil del protagonista masculino del guión no terminaba de convencerme, no tenía fuerza, no enganchaba.
El cielo cada vez se agrisaba más ensombrecido por los nubarrones y el bochorno pesaba como un costal; la tormenta que habían anunciado no terminaba de estallar. Necesitaba despejarme. Apagué el ordenador y me eché a la calle. Caminé sin rumbo, sin expectativas. Me encontré en el parque. El rumor de las fuentes y los regatos correteando prestaban una ilusoria sensación de respiro; me dejé caer en el césped y pasé un rato ensimismado, distraído mirando el trajín de las nubes preñadas de agua. Al incorporarme le vi. Un rostro del pasado se acercaba  por el paseo; no reparó en mí, pero un maremágnum de recuerdos me asaltaron en tropel: las clases magistrales, su locuacidad… Néstor Falcón, un intelectual brillante catedrático de filosofía, tenía una vida fascinante: escritor traducido a cinco idiomas y nominado en dos ocasiones para el Nobel era un superviviente de la dictadura chilena, gracias a su prestigio y a la presión internacional logró escapar de las garras de los militares aunque le arrebataron amigos, familia, hacienda… a cambio le proporcionaron una cojera a perpetuidad y las manos inválidas a causa de la cizalla y las descargas eléctricas. Esa fatídica circunstancia fue la que propició nuestro encuentro. Falcón se instaló en Madrid, en mi mismo edificio. Yo, por entonces, empezaba segundo de Filosofía y Letras; mi vocación era escribir y de hecho ya tenía algunos relatos publicados y menciones en concursos por eso, en cuanto supe quién era mi vecino, me faltó tiempo para releer sus libros y pedirle que me los firmara. No solo los dedicó, me propuso ser su transcriptor: “yo dicto y usted lo pasa a máquina”. ¡Fue genial! Nunca podré agradecerle todo lo que aprendí con él, y de él. Me puse en pie y me acerqué Pasó a mi lado y se me quedó mirando. Le saludé: maestro, cuanto tiempo. ¿Cómo está? Solamente obtuve respuesta del muchacho con acento sudamericano que le cuidaba. ¡Qué injusta es la vida, una mente prodigiosa, destruida por tan ingrata enfermedad! Me sentí triste y como para rubricar mi tristeza un rayo abrió una grieta en el cielo y dejó caer su cargamento. Corrí a refugiarme en casa. El ordenador esperaba. Me senté y rehíce toda el perfil del protagonista masculino. 

                                                                FIN
 
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