Pilar
EL VENDEDOR DE CARICIAS Desde el jardín el aire entra libre y perfumado por el ventanal abierto. El oro de las hojas muertas cruje a su paso, acercándose sin prisa. Me impactó la primera vez que le vi y continúa turbándome su presencia. Es delgado y esbelto; las manos finas y elegantes, como todo él muy cuidado: la camisa de seda, los gemelos de oro, el traje impecable… La luz se refleja en el cabello rubio y liso y le dibuja una aureola alrededor. Sus ojos claros, la nariz recta y los labios dibujados, precisos, apenas se distienden en un gesto leve de saludo cuando se acerca al mostrador de recepción. La decoración y el ambiente romántico del hotel cuadra a la perfección con el porte elegante de él; recoge la llave y el sobre; lo guarda en el bolsillo sin cometer la ordinariez de contar el contenido, y se encamina al ascensor. Pasa a mi lado sin detenerse, sin dedicarme una mirada, fingiendo no conocerme. Nada más lejos de la realidad; es nuestra tercera cita y conoce hasta el último resquicio de mi cuerpo. Subo tras él; el cosquilleo que siento en el estómago anticipa la emoción del encuentro. Nunca me decepciona, apenas entro en la habitación me abraza, me recorren sus dedos afanosos y expertos, sus labios cálidos y carnosos. Yo cierro los ojos y le dejo hacer, me abandono al placer de hallarme sostenida por sus brazos fuertes, de sentirme acariciada, enardecida por la dulce palabrería que murmura sin cesar con la cara escondida en mi cuello. Disfruto del contacto de su piel bronceada salpicada de esa pelusilla dorada y suave, casi adolescente. El sol pierde la batalla contra la creciente oscuridad y la luz muere mansamente más allá de la arboleda del jardín cuando él se marcha y todavía demoro el momento de dejar la habitación. Guardo en la memoria su tacto, el sabor de sus besos, el aroma varonil que desprende todo él. Lo guardo como un tesoro; necesitaba contacto, alguien que me mimara, hacía tanto tiempo que era invisible, tanto que me acostaba sola… Él me hace sentir excepcional cuando le escucho decir que aún soy hermosa, que me desea, que parezco una jovencita. Y, en definitiva, bien vale el precio que pago por sus atenciones. FIN