Pilar



                                                                              

    EL CANELO

Acostumbro a pasear apenas clarea. Otoño teñía las hojas de los árboles de amarillo, el rumor del viento competía con el discurrir de las aguas limpias y bravas de nuestro río; son famosas en la comarca por tener las mejores truchas y barbos, un reclamo perfecto para los aficionados a la pesca.
El forastero estaba en la orilla. Desde lejos le saludé y él, sin soltar la caña, movió la cabeza. A su lado un perrillo canelo dormitaba junto a diversos aperos y una mochila.
Días después volví a pasar por allí. El hombre no estaba a la vista. El perro sí; en cuanto oyó que me acercaba empezó a ladrar dando vueltas alrededor del macuto, como protegiéndolo.  No le di importancia pero tras una semana de verle solo, en el mismo sitio, empecé a preocuparme. El pobre animal parecía famélico. Intenté ofrecerle un trozo del bocadillo que llevaba para almorzar, se desgañitó y no me permitió acercarme. 
Inspeccioné la zona, tras unos matojos había unas botas y un pantalón. En el pueblo ni por los alrededores supieron dar cuenta del pescador, nadie le conocía y tampoco se encontró rastro de él. Se conjeturó al respecto: que el caudal, tan crecido, pudo arrastrarle. Que se largó abandonando al perro… Todo un misterio y ninguna certeza. Yo seguí llevándole comida al perrillo; ya no me ladraba pero no la tocaba, se limitaba a mirarme, una mirada triste, resignada…
 La escarcha perlaba las hojas la mañana que encontré al canelo con la cabeza apoyada en el macuto y los ojos quietos en el río. Los pájaros recién despertados cantaban compitiendo con el rumor del viento; el agua corría llevándose su secreto.

                                                                       FIN


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