EL ÚLTIMO CAPÍTULO
Se me murió mi viejito querido. Hace ya
tiempo que cumplimos las bodas de oro, ¡toda una vida juntos! De todo hubo: lo
bueno lo disfrutamos, lo malo lo afrontamos apoyándonos uno en otro. Nunca tuvimos una palabra más alta que otra; mi
viejito tenía un carácter apacible y dejaba en mis manos todos los asuntos
domésticos y familiares. No puedo tener ni una queja de él, si acaso, por poner
algo, me molestaba que roncara; roncaba mucho y tenía un dormir inquieto,
desbarataba la cama y yo pasaba la noche encogida en una esquinita, con la
cabeza bajo la almohada para no oírlo. A veces, hasta pensé cambiar el
dormitorio y poner camas separadas, pero enseguida me arrepentía, se me
antojaba una deserción, una infidelidad, como faltar a los votos que hice
cuando me casé: en lo bueno y en lo malo, en la salud y en la enfermedad… La enfermedad, ¡maldita enfermedad que me lo
ha quitado! Sí, ya sé que no tenía esperanza, pero si me lo hubiera respetado
un poco más. No, ¡cómo puedo ser tan egoísta sabiendo lo que iba a padecer! ¿Y
cómo he podido pensar ni por un momento lo que he pensado? No tengo la cabeza
en su sitio y cavilo cosas de lo más peregrinas. Después del entierro, cuando
entré en nuestro cuarto, tan vacío, tan desangelado, me quedé parada en la
puerta y me eché a llorar; de repente me pasó por la cabeza una idea mezquina:
la cama para mí sola, un pensamiento ventajoso, aunque empañado por la dolorosa
ausencia de mi querido viejito.
Por la noche, al acostarme, no podía
conciliar el sueño, daba vueltas y más vueltas, midiendo la anchura de la cama,
con el silencio machacándome en los oídos. ¡Qué incongruencia! Tanto protestar
por los ronquidos, y encendí la radio para enjugar el mutismo del cuarto, me
acurruqué en mi rincón y al fin me dormí pensando que se cerraba un capítulo de
mi vida; al día siguiente, sin falta, compraría una cama individual.
FIN
Está muy bien, y al fin y al cabo hay que ser prácticos...