LA
VENTANA
Aunque
soy un frío trozo de aluminio y cristal, echo de menos a Alicia. Ella pasaba
muchos ratos asomada mirando la calle, el ajetreo de los repartidores por la
mañana, el bullicio de los niños a la vuelta del colegio, el ir y venir de los
paseantes de perros por la noche.
Alicia
acostumbraba a hablar en voz alta, seguramente para disfrazar el silencio que
había en la casa. Abría puertas y cajones y acariciaba los manteles de hilo,
las tacitas de porcelana china, los candelabros de plata, y cada pieza le
transportaba a un recuerdo, a momentos agradables de su infancia y
adolescencia. La necesidad de desprenderse de esos objetos fue como arrancarle
pedazos de su vida y con cada pedazo se iba consumiendo.
En
cierto modo me siento culpable por haber sido el medio que ella ha elegido para
poner fin a la farsa que interpretaba, a su desesperación. No le quedaba nada a
lo que agarrarse, ni siquiera su hijo; le adoraba y precisamente por tanto
quererle deseaba evitarle disgustos. Se lo decía en la carta que escribió antes
de…
Sonó
el timbre, golpearon la puerta amenazando con descerrajarla si no abría.
Alicia
guardó la carta en el bolsillo del pijama se sentó en mi alfeizar, cerró los
ojos y se dejó caer.
El
salón se llenó de gente: todos gritando, recorriendo las habitaciones
buscándola. Cuando alguien dio la voz de
alarma se empujaban para asomarse a mirar la acera.
Se
fueron, por fin se fueron. El silencio pesa en la casa más vacía que nunca y ni
siquiera tengo el consuelo de escuchar los ruidos de la calle. Me han dejado
cerrada.
FIN
Muy bien Ángela. Lastima que esta historia y los hechos reales tuvieran tan terrible final