Pilar


                                  





AROMAS NAVIDEÑOS


Las vacaciones habían llegado con el sonsonete de los niños de San Ildefonso: veinticinco miiiiil pesetaaas. Resonaba en todos los aparatos de radio, trepando desde la calle y por el patio, colándose por las ventanas abiertas. Me gustaba escucharlo en la cama, sin la obligación de madrugar para ir al colegio.
Mamá trajinaba; arriba, niñas, que hay mucho que hacer, nos avivaba desde el pasillo.
La casa de la abuela Tarsila se llenaba de bullicio cuando llegábamos, con los tíos, las primas, vecinas que entraban para saludar. Ella lo tenía ya todo organizado: las cajas con las figuritas para montar el belén, manteles y vajillas para preparar las mesas…
Mi Navidad de entonces olía a leña en la chimenea, a fogones con ollas y cazuelas bullendo con la sopa de almendras, la lombarda con manzana y piñones, al pollo en pepitoria. Al ajo que frotaban en las fuentes de la ensalada de escarola con granada y gajos de naranja.
Y sonaba a campanas llamando a misa del gallo, a villancicos de zambomba y pandereta. Al volver de la iglesia la abuela Tarsila nos ponía en fila y nos daba unos besos prietos, el aguinaldo y también una copita de quina. Para los mayores quedaban la botella de anís “La Asturiana” el 103, ponche Soto y Sidra el Gaitero. 
Hemos procurado mantener esas tradiciones y aunque las modas gastronómicas han variado, en mi familia seguimos preparando el  “menú degustación de la abuelita menuda” con las recetas que de ella heredamos. Pero nada sabe igual.

FIN

   


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