VIRULENCIA
En
el mes de marzo la vida se paralizó y empecé a borrar anotaciones; no todas,
quedaron el Pago impuesto de circulación, Declaración de la renta, Contribución
de Palma… Para echarse a llorar.
El paréntesis a la
monotonía del confinamiento lo marcaba el reloj, a las ocho, para aplaudir y
saludar desde la ventana a gente con la que, después de años de vecindad sin
ninguna relación, intercambiábamos nombres, saludos, recetas y ofertas de ayuda.
El resto del día las horas se arrastraban perezosas y la apatía se adueñaba de
mí; no encontraba alicientes, ni me centraba en nada, ni siquiera en leer. Me
atracaba de series de la tele, algunas las había visto, pero me daba igual,
tampoco ponía demasiado interés; estaba bastante “espesa”. Para colmo al ordenador
también le atacó un virus y resultaba imposible llevarlo a arreglar.
Y, por encima de todo ese sin sentido, el dolor de saber que algún allegado se
había infectado, que no podías estar con la familia, con los compañeros, que algunos
amigos pasaban por un mal trance y era imposible acompañarlos. Sí, quedaba el
teléfono, los mensajes, las video conferencias, pero faltaban el abrazo, los
besos…
Y
la incertidumbre, la preocupación. ¡Y las noticias! Cada noticia un cabreo. La
única divertida era ver esos carros rebosantes de papel higiénico. ¡Qué locura!
Para qué tantos. Yo compro paquetes de doce y siempre tengo de repuesto. O no.
Resultó que mucho reírme de los demás y a mí solo me quedaban dos rollos. Menos
mal que tengo bidet porque terminé con las servilletas de papel, con el de
cocina…
Han pasado los meses y mi querido calendario sigue sin apuntes. Bueno, queda uno: el pago del IBI en noviembre.
FIN