Pilar

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Para que no se enteren de que me he marchado me desvanezco del dormitorio, pero el hedor a flores marchitas, a lodo, queda prendido en el aire, en los rincones, en los muebles… Están dormidos; ella abrazada al pecho de mi viudo, todavía ambos con el pánico pintado en los rostros crispados. No se merecen este gesto generoso. No después de la traición que acabó con mi cordura, con el gusto por la vida. El vientre de ella, palpitante de vida nueva, me llena de envidia. De ternura. Por eso me disipo. Regresaré dentro de cinco meses. No hay prisa, tengo por delante una eternidad. FIN
Pilar

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INSTINTO
Aquél sería el primer gesto maternal consciente que recuerdo. Yo tenía siete años cuando mi hermano rompió mi muñeca; le hundió un lado de la cabeza y un ojo. Llorando, la abracé y mecí como mi madre hacía conmigo. No me consolaba saber que me comprarían otra; quería esa, la quería de verdad, y verla lisiada me dolía como si la muñeca pudiese sentir. La suponía humillada, avergonzada de su aspecto y decidí arreglarlo. Mamá tejió un gorro de lana rosa para ella y yo, con un bolígrafo, le dibujé gafas, negras igual a las del ciego que vendía cupones en la puerta del mercado. Mamá dijo: serás buena madre, tienes instinto. Mis hijos creen que lo soy. FIN
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Miré las fotografías y los reconocí. Cerré el sobre y lo dejé sobre la mesa, junto a la taza con el café. Bebí un sorbo y apenas noté que me abrasa ni lo amargo que estaba. Prolongué la tregua encendiendo un cigarrillo -Salían de…-El detective se acomodó dispuso a leer el informe. Le acallé con un gesto; extendí un cheque con sus honorarios y le despedí sin pronunciar palabra. ¿Cuánto tiempo estuve en la cafetería? No lo sé. Tampoco las vueltas que di con el coche por la ciudad, sin saber adonde iba, sin decidir cómo afrontar lo que llevaba tiempo sospechando. Y de repente, unas cartulinas en blanco y negro... ¿Y ahora, qué? Preguntaba negándome la respuesta. Yo no soy violento, ni irascible, ni grosero, aunque racionalmente querría insultar, descontrolarme, matar. No, eso no. No podría hacer daño a quien amo desesperadamente. La herida estaba abierta, sangrando los jirones de mi corazón sin saber cómo remendarlos. Otra cicatriz más, contabilicé. La más profunda aún dolía algunas veces, con cada recuerdo de mi vida pasada, cuando era un hombre casado, cuando ocultaba mi inclinación, cuando me enamoré como un colegial de Quique; el Quique becario que se desvivía por aprender y cumplir mis órdenes. El Quique que se reveló sagaz y supo ver dentro de mí lo que yo me resistía a asumir pero que, irremediablemente, afloraba en su atractiva presencia. Ha sido arduo el proceso, la aceptación, vivir la vida sin que mis noches se desvelasen de zozobra, de arrepentimiento… Irracionalmente me reprocho haber contratado al investigador, por querer saber la verdad. Odio la cobardía de Enrique y su falta de sinceridad, su doblez, no ser capaz de afrontar el hecho de que ya no me quiere. Sí, sí me quiere. Por eso no da el paso definitivo, para no herirme, para no hundirme, a mi edad, en una sima de desesperación. Me quiere, pero no me ama. A esa conclusión he llegado casi al tiempo que, sin percatarme, me descubro aparcado frente a su portal. El dedo me tiembla mientras decido si pulsar el botón del portero automático de su piso. Sí, no. Sí, no, sí… No llego a hacerlo. A través de las cristaleras de la puerta veo abrirse el ascensor. Enrique sale primero; a su espalda, con las manos posesiva ciñéndole los hombros, aparece el tipo de la fotografía. Si se sorprenden al verme lo disimulan muy bien. -¿Recuerdas a Sergio?- me pregunta desenfadado. Por supuesto que le recuerdo. Es un directivo de la multinacional en la que ambos trabajan, y nunca me gustó cómo le miraba. -No te esperaba- añade ignorando mi mudez-, íbamos a tomar algo. ¿Nos acompañas? Palpo el sobre que guardo en el bolsillo de la chaqueta y tiró de él despacio. El vidrio del portal refleja mi imagen caduca, la de ellos dolorosamente lozana, y devuelvo a su sitio las fotografías acusadoras. Fuerzo una sonrisa y acepto la invitación. Yo también soy un cobarde. FIN
Pilar

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PUNTO FINAL
En cuanto entré vi la boina sobre la mesa. Solté la carpeta y sonreí feliz, anticipando el sabor de los caramelos de menta que el abuelo llevaba en el bolsillo para mí, el calor de su abrazo, de sus besos húmedos y sonoros, la caricia de su mano rugosa en mi mejilla; un ritual que se repetía hasta donde alcanzaba mi memoria. Corrí a su encuentro con la ilusión de que se animase a dar un paseo, unos paseos tan largos y ligeros como, ahora, las piernas maltrechas le permitían. Le gustaba hablar; me iba relatando historias antiguas, curiosidades de los lugares por los que deambulábamos; era como leer un libro, pero más divertido porque lo adornaba y contaba tan bien…
Mamá me salió al paso, vestida de oscuro, llorosa, con los brazos abiertos para acogerme, para consolarme.
Odié la boina, redonda y negra, porque era como un punto final.
FIN
Pilar
QUERER CREER
No
consigo recordar. ¿Qué es un hada? Me esfuerzo rebuscando en la cabeza
embotada por el hambre, el frío que engaño con vino peleón.
Una
chispa fugaz me asalta y entreveo a un niño en el regazo de una mujer
hermosa, que le acaricia el pelo. ¿Sería ella un hada? Creo que no.
¡Lástima! Era agradable la sensación de sentirse protegido, amado.
Por
entre la manta mugrosa que me cubre veo venir, calle abajo, a una
muchacha; arrastra los pies por el peso de las bolsas que carga y sonríe
a los colegas que van saliendo de los soportales, de entre cartones y
trapos, como muertos vivientes; tienden las manos desheredadas hacia los
bocadillos y cafés que reparte, y se pierden en las sombras, urgidos
por el ansia de devorar.
También
a mí ella me regala comida, y una sonrisa luminosa. Vuelvo a mi rincón
empuñando mi ración, contento, porque ya sé lo que es un hada.
Pilar
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LA CAJA DE LÁPICES
Menuda bobada de regalo. Claro que, viniendo de tu hermana, no me extraña nada.-Pues a mí me parece muy divertido, y original.-¡Querrás decir extravagante!Ana asistía indiferente a la conversación de sus padres; jugueteando con el tenedor, dibujaba surcos en el lenguado sin decidirse a probarlo.-Hija, deja de enredar y termina la cena. ¿Qué piensas, sembrar el hambre y esperar a que crezca?- le reconvino el padre- Eso es lo que tienes que hacer: crecer, y el pescado es fundamental en la dieta, además está buenísimo. Anda, cómetelo que se enfría. Y volviendo al regalito, ¿para qué se supone que sirven unos lápices de algodón?La madre se encogió de hombros sin ánimos para seguir con el tema, sabía que nada de lo dijese le convencería.-Para dibujar cosas blandas, mullidas, suaves...- aclaró Ana con la suficiencia que le aportaban sus ocho años- Y sólo escriben palabras bonitas y tiernas; lo dice la tía. Son mágicos y por eso los fabrican en La India.-Claro, claro... eso lo explica todo. ¡Muy lógico! Lo que digo, tu hermana está como una cabra y, para colmo, le mete a la niña ideas raras en la cabeza. ¡Como si nuestra hija necesitase que le aviven la imaginación! Ya se basta y se sobra ella solita.-Bueno, déjalo ya, por favor. Total... sólo es una caja de pinturas; no hay que darle tantas vueltas ni más importancia.Encerrada en su dormitorio Ana repasaba los lápices esponjosos y flexibles: azul, amarillo, rojo, blanco...-¡Menuda cena! El pescado que no me gusta nada, y encima papá... ¡qué pesado! ¿Qué pasaría si me dibujo un postre?- se relamió sólo de pensarlo- Sí, uno de esos que llevan de todo como los de las vacaciones. Los que ponían en el hotel... ¡Uuuh, eran guay!Con la boca hecha agua empezó a perfilar una copa, pero no se plasmaba. No se desanimó y pintó la nata, las bolas de helado de fresa, limón, chocolate... Esas sí se configuraron y se apresuró a chupetearlas antes de que se escurriesen del papel.Su alegría no tuvo límites, lo celebró saltando en la cama, riéndose de la cara que pondría papá cuando se lo contara, y se durmió pensando en todas las cosas fantásticas que podría pintar.En días sucesivos fue materializando dibujos de lo más variopintos: un conejito blanco al que se le olvidó pintar una oreja, un pato amarillo y un gatito atigrado; no cayó en la cuenta de que, al tener ternillas en lugar de huesos, no se sostenían bien. Los eliminó con el borrador de algodón y volvió a hacerlos, está vez diminutos, para que pesasen menos. Las mariposas y libélulas sí fueron un éxito desde el primer intento, revoloteaban en derredor de la lámpara luciendo colores preciosos. Pero lo mejor fueron las chuches: montañas de gominolas, chicles, algodón de azúcar rosa y helados, ¡montones de helados!Cuando salía de su dormitorio tenía buen cuidado en esconderlo todo para que mamá no lo descubriese. Había decidido no contarles nada. Los mayores no entienden de magia, se dijo con tristeza.-¿Dónde lo pinto? El papel es pequeño. ¿Y si junto muchas hojas? No vale... Tiene que ser algo más grande- Ana, con el ceño fruncido y mordisqueándose una uña, cavilaba para encontrar la solución a su última y más fantasiosa idea- ¡Ya sé! Sábanas. Es justo lo que necesito, muchas sábanas.Dicho y hecho: entró a saco en el armario de la ropa blanca y, para que no la pillasen con el botín, lo escondió bajo la bata y corrió a encerrarse en su habitación.-Ana, ¡vamos, levántate!- alertaba la mamá acercándose por el pasillo- Nena, hoy se te han pegado las sábanas. Arriba dormilona, que llegas tarde al cole.Pero la niña no contestó con la cantinela de los otros días: “cinco minutos más, ¡mami, porfa!”A Ana le despertó de golpe el ruido de la persiana al abrirse, seguido del grito de su madre, y no supo sí reírse o ponerse a llorar al ser descubierta, al verla apoyada en el armario con expresión de espanto sin saber a dónde mirar, si a los animalillos en miniatura que campaban por el dormitorio o al muñeco de nieve; ya estaba medio derretido, formando un charco lechoso que empapaba los cuadrados de césped que alfombraban el suelo.La madre volvió a gritar espantada; no daba crédito al ver las enormes bolsas de golosinas y de bombones, los flanes que había junto a la gelatina de limón y asomaban por los cajones de la mesilla. Pero lo que definitivamente le enmudeció fue descubrir a su hija acostada en una enorme nube azul, que flotaba suspendida por cuatro gigantescos globos multicolores, y arropada por montones de plumas y pétalos de flores.Ana se sentó con tanto ímpetu en su algodonosa cama, que provocó una inoportuna lluvia; de inmediato empapó a su mamá que la miraba boquiabierta, con los ojos como platos.La nube se iba haciendo más y más pequeña a medida que descargaba. La niña no se daba ni cuenta, estaba extasiada contemplando a su madre; le pareció que nunca estuvo tan guapa como en ese momento: teñida de celeste, con el pelo coronado de hojas de rosa y plumón de cisne. Las dos ranitas verdes que se le quedaron prendidas en la pechera del camisón parecían un adorno exótico, de La India.
FIN